Al principio, no en vano, fue la palabra, el lustre de la voz, la búsqueda incesante de sonidos, para atrapar en ellos la belleza, lo mismo que se captura una imagen en la pantalla de un ordenador, pues el mundo, la vida, el pensamiento y aun el propio lenguaje transitan por las ondas. Es posible por ello viajar por el espacio y el tiempo, suprimirlos y unificarlos en el papel en blanco, donde se conmemora el misterio de la creación. Luego, cuando el sonido dejó paso a la música y la palabra se encarnó en el ser, fue la poesía quien tomó las riendas y creció como un árbol.
Este proceso mágico puede ilustrar la trayectoria humana y literaria de Dolors Alberola, una larga peripecia que comienza en la infancia (recordemos que el primero de sus libros publicados, Trizas, constituye una bella inmersión en el universo infantil) y va desarrollándose, aceptando tímidamente la compañía de la vida, que halla siempre un pretexto para colarse y acaba sentando plaza en el poema. La experiencia, cuando se interioriza, trascendiendo su faz anecdótica, puede ser un aporte valiosísimo, un médium que permite adquiera voz y cuerpo la luz.
Ahora, alcanzada la madurez, compatible con una juventud razonable que nunca la abandonó, la poeta -ella detesta el término poetisa- se lanza a la tarea de buscar solución a los grandes enigmas y hacerlo con el sello de su poderosa personalidad.
Si, en libros anteriores, exploró los arcanos de la vida y la muerte, del tiempo, del espacio, de la historia, del amor y el dolor, ahora le llega el turno a la piedra, en tanto que elemento simbólico, capaz de transmitirnos el mensaje del hombre a través de las eras e incluso de lo cósmico, natural o -por qué no- supranatural, para darse de bruces con el arte; es decir, con el ansia de eternidad.
En la obra reciente de Dolors Alberola aparece con mucha frecuencia la cuestión de lugar, el ubi latino, manifiesto en sus dos últimos libros: De donde son las voces y Del lugar de las piedras. Sin embargo, a diferencia de nuestros clásicos prerrenacentistas, no se pregunta dónde están éste y aquel, eso y aquello, entre otras causas porque conoce bien la respuesta y porque la retórica no entra en los capítulos de su entusiasmo. Pero, ¿cuál es entonces ese lugar? El lugar de las piedras -dijo en una reciente entrevista- es doble, la memoria y la eternidad pasajera. Me explico: ellas son más durables que el hombre y por ello nos cuentan con mayor credibilidad la historia. Esa eternidad pasajera es la que desea el ser que teme a la muerte, durar más, un poco más, acercarse como ellas al límite de lo posible.
Este proceso mágico puede ilustrar la trayectoria humana y literaria de Dolors Alberola, una larga peripecia que comienza en la infancia (recordemos que el primero de sus libros publicados, Trizas, constituye una bella inmersión en el universo infantil) y va desarrollándose, aceptando tímidamente la compañía de la vida, que halla siempre un pretexto para colarse y acaba sentando plaza en el poema. La experiencia, cuando se interioriza, trascendiendo su faz anecdótica, puede ser un aporte valiosísimo, un médium que permite adquiera voz y cuerpo la luz.
Ahora, alcanzada la madurez, compatible con una juventud razonable que nunca la abandonó, la poeta -ella detesta el término poetisa- se lanza a la tarea de buscar solución a los grandes enigmas y hacerlo con el sello de su poderosa personalidad.
Si, en libros anteriores, exploró los arcanos de la vida y la muerte, del tiempo, del espacio, de la historia, del amor y el dolor, ahora le llega el turno a la piedra, en tanto que elemento simbólico, capaz de transmitirnos el mensaje del hombre a través de las eras e incluso de lo cósmico, natural o -por qué no- supranatural, para darse de bruces con el arte; es decir, con el ansia de eternidad.
En la obra reciente de Dolors Alberola aparece con mucha frecuencia la cuestión de lugar, el ubi latino, manifiesto en sus dos últimos libros: De donde son las voces y Del lugar de las piedras. Sin embargo, a diferencia de nuestros clásicos prerrenacentistas, no se pregunta dónde están éste y aquel, eso y aquello, entre otras causas porque conoce bien la respuesta y porque la retórica no entra en los capítulos de su entusiasmo. Pero, ¿cuál es entonces ese lugar? El lugar de las piedras -dijo en una reciente entrevista- es doble, la memoria y la eternidad pasajera. Me explico: ellas son más durables que el hombre y por ello nos cuentan con mayor credibilidad la historia. Esa eternidad pasajera es la que desea el ser que teme a la muerte, durar más, un poco más, acercarse como ellas al límite de lo posible.