.
INTRODUCCIÓN AL LIBRO
"DEL LUGAR DE LAS PIEDRAS"


Una vez más, y al margen de otras circunstancias que nada tienen que ver con la literatura, me cabe el honor y, por qué no admitirlo, el placer de presentar el que, de momento, es el último libro de Dolors Alberola. La vida, por una parte, y el azar literario, por otra, han dado en convertirme en un especialista en la obra de esta poeta, desde que, a comienzos del año 2006, un editor valiente y entregado, un poeta de aliento inextinguible, un hombre de cuerpo entero, me encargó la difícil tarea de efectuar una mínima selección de los textos poéticos de la autora y, luego del análisis oportuno, redactar el estudio, bastante amplio, que precede a la antología. Aquel hombre, poeta, editor y amigo se llamaba José María Pinilla y se nos fue una tarde, contemplando el Mediterráneo, víctima de un ataque de lucidez y de los desengaños que, desgraciadamente, son el pan y la sal de la literatura española contemporánea. Mi labor como antólogo –discutible, como es lógico- sirvió, en primer lugar, para poner un poco de orden en el complejo entramado de la obra poética de Dolors Alberola, de cara a la crítica, y, en segundo lugar, para robustecer, si falta hiciese, mi admiración por ella.
Éstas son, pues, todas mis credenciales y el único argumento –literario, se entiende- que justifica mi reiteración y apoya mi defensa de la autora en el cada vez más turbulento y enrarecido panorama de la literatura peninsular. No voy a hablar de esto, pero sí citaré -alzando una muralla de inteligencia entre la sordidez y la hermosura- una frase de Ana Sofía Pérez-Bustamante, que a mí se me grabó por su contundencia y exactitud. Según ella, Dolors Alberola viviría instalada en un continuo éxtasis poético; algo así como una Santa Teresa a lo profano que, en vez de hallar a Dios entre los pucheros, lo tuviera cautivo entre el maremágnum de sus papeles, útiles de escritura, libros, CDs, notitas con teléfonos... un caos, en fin, que, a imagen, semejanza y metáfora acaso del mundo y la vida, aterriza en la virginidad de los folios o en la blancura eléctrica de la pantalla de su ordenador, convertido en poema; es decir: en un orden perfecto, matemático, una ecuación tocada por la magia, un ósculo robado a la azul geometría de la noche. Y es que Dolors Alberola, tiene como un radar en el corazón, cuyo oscilar constante atrapa en el visor de su cerebro cualquier indicio, cualquier señal, la mínima sospecha de que, en alguna parte, ha nacido el poema, y ella, siguiendo el rastro del mítico cometa que guiase a los Magos, monta en el viento y emprende viaje al epicentro mismo de la alucinación.
Es un ser de otro mundo, en el que no cupiera la sombra que nos cubre, sino un jardín sembrado en los predios inmensos de la luz, que ella atrapa con la mirada y deglute en su espíritu con la ansiedad de quien sabe es enorme el misterio que se encripta en las cosas y allí, como en una cantera de piedras preciosas o una mina de excelsos metales, cava y cava y ahonda y se sumerge en la carne, en la sangre y en la divinidad que operen el milagro de fundir todo aquello y ponerlo en sus manos como una gota cósmica, en busca del big-bang. Me refiero, naturalmente, a la palabra, ese elemento de elementos que, más allá de significantes, significados, léxicos y gramáticas, es el átomo fundador, el acto químicamente puro o, si me permiten la tremenda imagen, el pórtico inicial. Y allí estará Dolors, intentando colarse en el reino prohibido, como una niña traviesa que mira, haciéndose la ingenua, a otro lado, con los cinco sentidos -eso sí- puestos en el objeto de su atención, que acabará, sin duda, en el bolsillo de su inspiración.